Por S.G.
Martes 11 de septiembre de 2018. – El 1° de septiembre de
1904 se libró la batalla de Masoller entre las tropas rebeldes del partido
Blanco y el ejército nacional de los Colorados. Ese día fue herido su jefe,
Aparicio Saravia, que murió pocos días después. El relato de este
enfrentamiento es recogido por Jorge Luís Borges en “La otra muerte”, donde el
autor del Aleph nos advierte que la historia puede ser cambiada por las
traiciones de las memorias (o las sombras de un sueño, como las llama Borges),
los intereses de los hombres o la "obra de una larga pasión", que en
este caso tomó lugar en un paraje remoto de la frontera entre Uruguay y Brasil,
en una batalla desordenada que más parecía el “sueño de un matrero”.
Aparicio Saravia da Rosa había nacido en ese límite
borros de la Patria Grande, donde Brasil y Uruguay y hasta parte de Argentina,
se mezclan en una pérdida de identidades.
Se pertenecía a un partido u otro por esas tradiciones
familiares, aunque en el caso de los Saravia, no todos los hermanos eran
blancos como lo habían sido Gumersindo y Aparicio, líderes del Partido Nacional
que se batían por las libertades públicas cuando entendían que éstas estaban en
peligro. Y también lo hacían de un lado u otro de la frontera, arrastrando al
entrevero sus paisanos, fuesen orientales, “farrapos” o argentinos.
En 1893 los hermanos habían peleado con 400 lanceros
contra el gobierno centralista brasileño y en 1895 lo habían hecho contra el
gobierno exclusivista de Juan Idiarte Borda. La suerte no siempre los
acompañaba, y cuando les era adversa cruzaban la frontera hasta la próxima
amnistía.
En el ’97 Aparicio se puso al frente de la Revolución del
Partido Nacional (o Blanco, como se llamaban por los ponchos que usaron las
tropas de Oribe en la batalla de Carpintería). Los Saravia exigían la
representación de las minorías, cosa que no contemplaba la Constitución de
1830. La paz se acordó con el Pacto de la Cruz.
Pero los tiempos eran inquietos, como el alma de estos
hombres, y el pacto se quebró cuando José Battle y Ordóñez asumió como
presidente. Las batallas se sucedieron en Mansavillagra, Illescas y el feroz
combate de Tupambaé, pero el momento final llegó en las cuchillas de Masoller,
como cuenta la crónica del Coronel Ramón P. González, testigo de esta historia.
Nosotros veníamos hacia el Este por la Cuchilla de Belén
para tomar la Cuchilla Negra en el Marco Divisorio de Masoller; de allí arranca
la Cuchilla de Haedo hacia el Sur, encallada por un doble cerco de piedra y de
un ancho aproximado de unos 40 metros, calle que va rumbo al Cerro del
Lunarejo; a pocas cuadras al Sur de Masoller y desde los cercos de piedra, nace
otro que se dirige al Oeste, deja un espacio abierto de unas cuadras, tres o
cuatro, y sigue el cerco hacia el Sur, y luego al Oeste de nuevo en suave
zigzag, dejando al Sur el camino de la Horqueta y enseguida se eleva el Cerro
de los Cachorros; allí el terreno es pedregoso, abrupto, con caídas en aguadas
profundas, serranas, hacia el Arapey que bordea por el Norte al último segmento
del cerco de piedra que estamos describiendo y ubicando en la zona. El Arapey
es una simple aguada en su nacimiento.
El enemigo tomó posiciones muy buenas, con amplio espacio
de maniobras a su retaguardia; la Vanguardia se parapetó en los dobles cercos
de piedra de la Cuchilla de Haedo; desde Masoller al Cerro de los Cachorros
debe haber unas treinta y pocas cuadras; el Centro y la Izquierda enemigos
tomaron posiciones al Norte del Cerro de los Cachorros y sus reservas al Sur;
si prolongáramos la línea del Centro hacia la Cuchilla de Haedo forma con ésta
un ángulo recto; desde nuestras posiciones se veía el claro de muchas cuadras
de ancho que queda entre las Vanguardia y el Centro, claro que, para llegar a
él, era necesario entrar por el boquete ya descripto.
Nosotros, apoyados desde la cuchilla de Belén, y mirando
hacia el Sur y hacia el Este deberíamos combatir de frente a los cercos de
piedra, de frente al Cerro de los Cachorros y tratar de introducir una cuña por
el boquete a fin de separar la Vanguardia enemiga de su Centro, única maniobra
lógica que presentaba el terreno.
No olvidemos que a nuestras espadas apuntaba el Rincón de
la invernada, del Brasil.
Las fuerzas que iban a entrar en cuña, necesariamente
sufrirían fuego, por lo menos desde dos ángulos.
Todas estas razones influenciaban en el ánimo del General
para no presentar batalla.
Se enfrentaban en un duro combate que empieza al comienzo
de la tarde y llega casi hasta el fin de la misma.
La jornada trágica quedó marcada por la herida del Gral.
Aparicio Saravia, un balazo de máuser que resultará mortal pasados los nueves
días siguientes.
Se trasladó a la estancia de D. Luisa Pereira (madre del
caudillo João Francisco Pereira).
Una vez en la estancia, se le dio habitación en una de
las mejores piezas de la casa, colocándosele en un gran lecho matrimonial, y
con todas las comodidades posibles.
Aquí continuó la asistencia del herido bajo la asidua
vigilancia del doctor Lussich, Maura Saravia, el ayudante Urtiaga, personas de
la casa del coronel Juan Francisco Pereira, hermanos de éste, comandante Sierra
y otros.
Más tarde sobrevino la grave complicación que se temía, y
la peritonitis, que ya durante el viaje había mostrado los primeros indicios,
se declaró con toda intensidad.
El segundo o tercer día sobrevino el sub-delirio, y con
períodos de atenuación y exaltación que llegaban al delirio mismo, mientras una
agitación continua dominaba al enfermo.
La bronconeumonía que atacó después al herido agravó más
su estado, preparándolo para el final que se preveía.
Horas antes de fallecer perdió en absoluto el
conocimiento, y la vida se revelaba en él nada más que por la continua
agitación que es propia de los atacados del mal de la peritonitis.
En la madrugada del día diez falleció sin salir del
estado de postración e inconciencia en que estaba desde algunas horas.
Inmediatamente se preparó convenientemente una pieza, y se procedió a velar el
cadáver, colocándose éste en un rico cajón, y envolviéndolo en la bandera
nacional.
En el velatorio hicieron acto de presencia todos los
miembros de la familia Pereira, el joven Saravia, el ayudante del general,
señor Urtiaga, el doctor Lussich y otras personas más. Las horas del velatorio
transcurrieron lentas y tristes, impresionados como estaban todos por el
desgraciado suceso.
El día once, a la 1 pm, se condujo el cadáver hasta el
panteón de la familia Pereira, sito en la misma estancia, yendo el féretro
envuelto en la bandera nacional. En el momento de la inhumación hizo uso de la
palabra el ayudante, señor Urtiaga, expresando los méritos personales,
políticos y guerreros del extinto, y la pérdida que su muerte significaba para
el partido.
Al enterrar el cadáver se colocó la bandera nacional.
Después se echaron algunas flores sobre el panteón, y se le dejó allí, en el
silencio infinito de la tumba.
Desde el momento que Saravia fue trasladado a la
frontera, en el ejército nacionalista se produjo la inevitable confusión sobre
el qué hacer de inmediato entre los jefes de división que mantuvieron puntos de
vista opuestos.
Hubo deserciones, decisiones de abandonar la lucha
teniendo en cuenta la cercanía de las fuerzas del gobierno.
Provisoriamente se llegó a un acuerdo: formar un
triunvirato con los coroneles Basilio Muñoz, José González y Juan José Muñoz,
distinguidos por su fidelidad al General y a la causa nacionalista.
El Cnel. Muñoz asumiría el mando de las fuerzas que
llegaba a los 12.000 hombres que permanecían fieles a la revolución.
Nota: Texto extraído del libro Saravia en la Revolución
de 1904 de Ramón P. González. Fuente: Historia Hoy.